En medio de la selva baja de Homún, donde los caminos se bifurcan entre árboles y piedras blancas, existen cenotes que no aparecen en los folletos turísticos ni en los itinerarios de agencias. Son cuerpos de agua escondidos, protegidos por la tierra y la memoria de quienes los conocen desde niños. No tienen grandes anuncios, pero quien llega hasta ellos sabe que ha encontrado algo especial.
El viaje inicia en bicicleta o mototaxi, cruzando trillos donde el aire huele a flor de mayo y a tierra húmeda. Uno de los primeros secretos es el cenote Tza Ujun Kat, cuyo nombre significa “eco que viene del cielo”. Para llegar, hay que cruzar una vereda sombreada, pagar una pequeña cuota comunitaria y bajar por una escalera de madera. Lo que se revela abajo es un espejo azul profundo, iluminado por una brecha de luz natural que cae como en escena de película.
Más adelante, escondido entre el monte, aparece el Oxolá, un cenote semiabierto cuya agua es tan clara que uno puede ver los peces nadando bajo los pies. No hay muchedumbre. Solo el canto de los pájaros y el sonido del agua tocando las piedras. El eco es fuerte, casi espiritual, y por eso los locales dicen que estos sitios no son solo de agua, sino de silencio y respeto.
Cada cenote tiene una historia. Algunos eran refugios en tiempos de sequía, otros puntos ceremoniales donde los antiguos mayas pedían lluvia o hacían ofrendas. Aunque hoy muchos visitantes llegan con cámaras, hay quienes aún se quitan los zapatos con cuidado y piden permiso en voz baja antes de entrar al agua. Es parte del ritual, de la conciencia de estar dentro de un lugar sagrado.
A diferencia de los cenotes más turísticos, estos no tienen tiendas, ni salvavidas, ni pasarelas. Solo la piedra, el agua y la comunidad que los cuida. Los jóvenes del pueblo son los guías improvisados. Ellos llevan a los visitantes, narran leyendas, ayudan a bajar las mochilas y hasta dan consejos sobre qué cenote visitar según el estado de ánimo. Porque sí: hay cenotes para pensar, para llorar, para reír, para perderse y encontrarse.
Hacer esta ruta es más que nadar. Es desconectarse del ruido, cruzar caminos con nombres mayas, descubrir raíces. Es sentarse en la orilla, mirar el cielo desde abajo y entender que hay lugares donde la naturaleza todavía guarda sus secretos. Y que Homún, con toda su humildad, sigue siendo uno de los portales más vivos a esa otra Yucatán.