Desde antes de que salga el sol, los puestos comienzan a desplegarse como si fueran flores abriéndose entre lonas coloridas y el murmullo de la gente. El tianguis tradicional de los pueblos yucatecos es más que un mercado: es una ventana viva al alma de la comunidad. Caminar por él es sumergirse en una sinfonía de olores, texturas y acentos que resisten el paso del tiempo. Ahí, la cochinita se deshace en su propio jugo mientras el humo de las brasas se mezcla con el de los tamales colados.
Una mujer mayor vende pibinales y frutas de temporada bajo una sombrilla azul, mientras a su lado una joven acomoda con orgullo sus botellas de miel virgen. Más adelante, un niño de no más de ocho años ofrece chiles habaneros que cortó con su abuelo esa misma mañana. Todo tiene su propio ritmo, su propio lenguaje. Las transacciones aquí no son solo económicas: son también afectivas, llenas de bromas, frases en maya, bendiciones y consejos.
El aroma de las tortillas recién hechas compite con el del café de olla servido en vasos de plástico. En una esquina, un hombre raspa cocos con movimientos ágiles y seguros, y una fila se forma frente a la señora que vende relleno negro los domingos. Algunos llegan con carritos de metal, otros con costales reutilizados, y todos con la intención de abastecerse y encontrarse con el otro. Porque en este espacio se compra, sí, pero también se escucha, se observa, se cuenta la vida.
Hay quien no necesita nada pero viene solo a “dar la vuelta”, como quien vuelve a un sitio conocido por el puro gusto de sentirse parte. Aquí, las noticias vuelan más rápido que en redes sociales, y una recomendación de boca en boca tiene más peso que cualquier anuncio. Si uno se detiene a observar, ve cómo conviven los tiempos: la señora que sigue pesando con balanza de fierro y la adolescente que cobra con código QR.
El tianguis se convierte en escuela, plaza, espacio de memoria. En medio del bullicio, un anciano se sienta en su banca a vender huayas, mientras cuenta que él viene desde hace más de cuarenta años y nunca ha faltado un domingo. Habla de los tiempos en que todo se traía en bicicleta y no había luz eléctrica. Su voz se mezcla con el canto de los gallos y la risa de unos jóvenes que prueban por primera vez una jícara de pozole.
En este tianguis, cada puesto tiene una historia, cada rostro una raíz, y cada sabor una herencia que no se deja olvidar.