El sur de Yucatán guarda un secreto que solo se revela a quienes viajan sin prisa y con el estómago vacío. Más allá de sus iglesias coloniales y de sus paisajes de cerros bajos, se esconde una riqueza culinaria que resiste al paso del tiempo. Una ruta del sabor que inicia en Maní, continúa en Oxkutzcab, atraviesa Ticul y se detiene, saboreando cada kilómetro, hasta llegar a Tekax.
En Maní, la tradición comienza en las cocinas de piedra, donde mujeres con delantal de flores preparan frijol con puerco en horno de tierra. Aquí no se habla de recetas escritas; se cocina con memoria. La hoja de plátano, el achiote casero y la paciencia son los ingredientes principales. A un costado del convento de San Miguel Arcángel, Doña Teofila vende panuchos con codzito y un atole de masa espeso que solo se consigue los jueves. Su mesa es modesta, pero su sazón es sagrado.
En Oxkutzcab, el mercado vibra con los colores del mamey, la guanábana y la ciruela nativa. Pero el verdadero tesoro está al fondo, donde una mujer de 83 años ofrece su flan de zapote negro, receta que heredó de su abuela y que no está disponible ni en restaurantes. Los aromas del chile max y del recado especial para cochinita se confunden entre los puestos, creando una sinfonía que despierta el hambre y la nostalgia.
Ticul, conocido por su cerámica, también destaca por sus antojitos. Aquí el salbut es más grueso, el queso es fresco y la salsa de habanero lleva tomate molido en molcajete. En un comedor familiar, la sopa de lima se sirve con tortillas hechas a mano, y cada bocado cuenta la historia de generaciones enteras. En el parque central, una pareja mayor vende marquesitas con queso bola rallado artesanalmente, que huelen a infancia.
La ruta termina en Tekax, en las faldas del cerro, donde la comida se vuelve más intensa. El relleno negro aquí es oscuro y profundo, cocido lentamente y servido con tortillas que se inflan al fuego. Un grupo de jóvenes, herederos de las técnicas de sus abuelas, han abierto un pequeño local donde fusionan lo tradicional con lo contemporáneo: tacos de lechón con chutney de ciruela silvestre, tamales de chaya con queso de cabra local. El experimento ha conquistado incluso a los más puristas.
Más allá de los platillos, esta ruta ofrece algo más: conexión. Cada comida es una conversación con el pasado. Cada sabor, una puerta a la memoria colectiva de los pueblos. No hay que viajar al extranjero para probar algo auténtico. Solo basta con subirse a un camión rumbo al sur y dejarse llevar por los aromas que emergen de las casas, de los comales y de los corazones.
Recorrer esta ruta es un acto de resistencia y de celebración. Es decirle al mundo que aquí, en el sur de Yucatán, la cocina sigue viva, y que cada plato es una forma de amar lo propio. La próxima vez que busques un destino gastronómico, tal vez no necesites ir tan lejos. A veces, lo mejor está a solo unos pueblos de distancia.