La historia de Mérida, la actual capital del estado de Yucatán, comienza mucho antes de la llegada de los españoles. En el mismo sitio donde hoy se levanta la ciudad existía la antigua urbe maya de Ichkaansihó, también conocida como T’ho, uno de los asentamientos más importantes del norte peninsular. Allí, entre templos, pirámides y plazas, floreció una civilización que dominó la astronomía, la arquitectura y el arte mucho antes de que los conquistadores europeos pisaran el territorio.
Fue en 1542 cuando Francisco de Montejo “el Mozo”, hijo del adelantado del mismo nombre, fundó oficialmente la ciudad de Mérida sobre las ruinas de aquella metrópoli maya. La decisión de establecer la nueva villa española en ese punto no fue casualidad: la región contaba con una posición estratégica, abundantes materiales de construcción —provenientes de las mismas estructuras prehispánicas— y un entorno fértil para el comercio y la expansión.
Los cronistas narran que al llegar, los españoles se sorprendieron por la magnitud de los edificios mayas, comparándolos con los restos de Mérida, España, razón por la cual bautizaron el nuevo asentamiento con ese nombre. Sin embargo, la fundación no fue un proceso pacífico. La resistencia maya se mantuvo durante años, y la coexistencia entre ambas culturas dio origen a una compleja mezcla de tradiciones, lenguas y costumbres que aún definen la identidad yucateca.
La nueva Mérida fue trazada según el modelo urbano español, con una plaza central rodeada de los principales edificios de poder: la Catedral de San Ildefonso, el Palacio de Gobierno, la Casa de Montejo y la Iglesia de Jesús (de la Tercera Orden), entre otros. Las piedras de los antiguos templos mayas fueron reutilizadas para levantar estas construcciones, un símbolo tangible del choque y la fusión entre dos mundos.
Durante el período colonial, Mérida se consolidó como el centro político y religioso más importante de la península. Desde allí se administraban las encomiendas, se promovía la evangelización y se organizaban las rutas comerciales hacia Campeche y Tabasco. A pesar de la dominación española, los mayas conservaron muchas de sus costumbres, su idioma y su cosmovisión, resistiendo de manera silenciosa al proceso de aculturación.
Con el paso de los siglos, la ciudad creció y se transformó, pero nunca perdió el trazo original de su fundación. En el siglo XIX, Mérida vivió la bonanza del “oro verde”, el henequén, que impulsó su desarrollo económico y la convirtió en una de las urbes más prósperas de México. Los palacetes de Paseo de Montejo, las mansiones del Centro Histórico y los templos coloniales son vestigios visibles de esa época de esplendor.
Hoy, caminar por Mérida es recorrer capas de historia superpuestas: bajo cada calle y edificio se esconden los vestigios de Ichkaansihó, y sobre ellos, los siglos de mestizaje que definieron la esencia del pueblo yucateco. La ciudad conserva su espíritu colonial, pero también honra sus raíces mayas en cada celebración, platillo típico y palabra en lengua originaria que aún se escucha en los mercados y barrios tradicionales.
La fundación de Mérida no fue solo el inicio de una ciudad, sino el nacimiento de una identidad dual, mestiza y orgullosa, que supo transformar el pasado en herencia viva. Entre los ecos de los templos mayas y las campanas de la catedral, la capital yucateca sigue recordando que su historia no comenzó con la conquista, sino mucho antes, cuando las piedras de T’ho sostenían el cielo del mundo maya.